viernes, 1 de septiembre de 2017

making the road


Se desprenden los cascos polares.

Y sí, si me quisieras de verdad no habrías sido como fuiste conmigo. Así que no importa, no necesito de las mentiras que tal vez tu también te crees y por eso no te das cuenta que lejos están de la verdad tus palabras. Que puede ser de hecho una buena parte del problema, aquella extraña fé tóxica de wannabismos paleolíticos donde la voz entonada haciendo vibrar las moléculas del aire que nos sostiene atrae los deseos que sus símbolos designan, y los sueña atrayéndolos, y ya no se sabe -¿y quién es quién para decir que no o sí?- si se esta soñando la realidad o realizando el sueño, y se termina imponiendo tan sólo la imagen de un querer ser sobre lo que sencillamente es. Que vuelve y juega, es parte de mi problema: no poder aceptar la realidad, y sufrir con el devenir natural de este caos majestuoso donde vinimos a parar.

Aferro idiota, afán de aferro.

Tal vez es también parte del proceso de entender la naturaleza de nuestras geologías cardiacas, creer ya que se habían extirpado las raíces de aquel árbol que podrido (dijo: no quiero más vivir aquí) estaba dañando la tierra, no dejaba que creciesen nuevas flores y frutas, y va uno a mirar y efectivamente, había todavía más raíces de ese tronco viejo, estaban muy adentro, se habían esparcido lentamente tan profundo, casi indistinguibles de la tierra allá abajo. ¿Cómo entonces purificar esa tierra, si es la única que tengo?

Haz tu vida de la nada.

Y entonces se despide de mí en el ascensor una pequeña niña, un verdadero ángel, con la infinita inocencia y nobleza de su ser, y me devuelve al absurdo del mundo recién nacido, donde el crimen atroz de no estar hinchado de amor abierto y sin reservas no tiene cabida, transparente como una gota de luz, ojete abierto cerefabio espiritual, el absurdo natural del mundo asesinado por los gigantes y vuelto a amasar sobre sí mismo. Hacemos digestión de toda nuestra vileza, caldo inconsciente de envidia y egoísmo y los más estúpidos reproches a una vida que nunca nos debió nada, a la que sólo venimos a servir. Nos embriagamos de esta indigestión y buscamos papel para limpiarnos los mocos y tratar de entender que ése es el nombre de las cosas: error, torpeza, golpe y fractura, y de la ceniza húmeda el otro lado de lo invisible.

Pero no somos dueños del tiempo, y el tiempo es la muerte. Que es la misma vida. Que somos nosotros.

Por eso te extraño y te tengo que matar mil veces siempre más para poder llegar a amarte otra vez, no ya como te amé, me tengo que matar así una vez más para poder ser yo otro que sí pueda amarte distinto. Y volver a abrazarnos debajo del mar como las corrientes enloquecidas que somos, alguna vez parte del mismo casco polar, refulgiendo cada una hacia un abismo distinto.